La ventana

Lo vi pasar junto a mi ventana. Ésa que daba al mundo y me permitía verlo enajenada detrás del vidrio. Supuestamente protegida. Supuestamente impermeable. Él me permeó. Su aliento pasó por una pequeña ranura que seguramente había dejado abierta antes para que entrara un poco de aire. Para no ahogarme en el olor a esos químicos americanos que, con presumido orgullo, imitan la fragancia de las flores o las manzanas. El perfume sucio y putrefacto de su boca cortó con aguda fiereza ese sofocante y dulce aroma hasta llegar a mi nariz, quemarme las entrañas, apretarme las tripas y provocarme una intensa náusea.

Me quedé pasmada un rato largo con aquella incomodidad que sentimos los burgueses cuando dejamos una ranura de la ventana abierta y el destino, descarado, nos azota con la realidad. Él arrastraba los pies cansado en un movimiento sin esfuerzo y lleno de inercia que daba la sensación de haber comenzado milenios antes y de no tener la intención de parar. Su interminable barba plateada le daba un aire místico que contrastaba con los trapos rotos y manchados que llevaba puestos. Su piel era del dorado quemado de los nativos de esta tierra que, en tiempos de conquista, debió, con justa causa, deslumbrar a los españoles y que ahora, con agresiva pericia, era signo de indiferencia y marginación.

Y allí seguía yo, abrazada por la maldita solidaridad con la que nacemos algunos seres humanos y petrificada por la sagrada indolencia que nos impartían a todos aquellos dignos de ser enseñados lo realmente importante de la vida. Yo pasmada y él aún caminando firme, inmutable por el vasto espacio de mi ventana. Hasta que se perdió. El espacio de mi ventana no fue lo suficientemente vasto para retenerlo en él, para coartar su voluntad paciente y constante. El marco de mi ventana se acabó, mientras su viaje seguía y yo permanecía con la inquietante sensación de que mis tiquetes de avión nunca podrían acercarme a un viaje como ése.

Me puse de pie de repente y espiché mi cara contra la ventana con los ojos bien abiertos tratando de encontrarlo de nuevo. Ese cuadro me recordó los tiempos en que era niña y miraba con asombro y curiosidad cómo tres niños embarrados jugaban con monedas en la acera de la calle y desafiaban el mito de mi madre de la relación entre tocar el piso y ser manco.

Aún con la nariz desfigurada y la mirada empañada por mi aliento – que, a diferencia de aquel otro, olía a Colgate – vi cómo el último pedazo de tela de aquellos harapos se arrastraba con desgano siguiendo a su amo hasta desaparecer y se perdían para siempre. Corrí. Bajé las escaleras de la casa, abrí la puerta y corrí. Grité. Corrí y grité. ¡Oye! Los transeúntes me respondieron con una mirada confusa y despectiva. Todos menos él. Tal vez era porque no conocía a nadie en ese lugar. Tal vez iba sumido en un pensamiento profundo que hacía juego con su barba. Tal vez el hombre era sordo. O tal vez era ya demasiado ajeno a nosotros que no nos pertenecía, que ya no estaba aquí.

¡Oye! Volví a gritar un par de veces más. La última fue un llamado de auxilio tan estridente y desesperado que lo obligó a detenerse y luego a voltearse con la misma fluidez de sus demás movimientos. Me miró confundido y ajeno. Me miró y entendió que era a él a quien pedía ayuda con agobio. Me miró y esperó en silencio a que yo tomara aire y me explicara.

Ahogada, caí en cuenta: yo tampoco sabía qué hacía y mucho menos qué era lo que tenía que pasar a continuación. – No traje comida, pensé. Debe tener hambre. El hambre habría sido una buena excusa. El hambre siempre era buena excusa. No traje comida. No traje agua. No puedo acusarlo de nada. Ya con la respiración acompasada lo miré ahora yo, devolviendo la misma confusión con la que él me había observado antes. No se me ocurrió nada así que, siguiendo el tan interiorizado y absurdo protocolo extendí mi mano y le dije: – Mucho gusto, Ana, y él que, para mi sorpresa, también sabía del protocolo, la tomó con unos dedos sucios y gruesos como tubérculos – dijo: Rafael – y la sacudió en señal de saludo. Entonces, un escalofriante pensamiento me revolvió los sesos  y quebró los cimientos de mi existencia: tiene nombre.

¿Quieres comer? – dije sin meditar las consecuencias de aquellas palabras. Él sacudió suave y pausada su cabeza en señal de aprobación y enseguida comenzamos a caminar sin un rumbo determinado, con la inercia que era inherente a ese hombre y de la que yo me había contagiado.

Se hizo a una distancia prudente y caminaba disimuladamente a mi lado, así nadie podría sospechar que nos acompañábamos en aquel trayecto y, de pensar lo contrario, el protocolo seguramente los disuadiría. Andábamos en un cómodo silencio de esos que se adquieren con ciertas parejas después de muchos años de complicidad y en los que cualquier palabra sobra y estorba porque ya el alma ha dicho todo lo que vale. Y así caminamos, sin tocarnos la piel, pero rozándonos las voluntades.

Finalmente, entramos a un restaurante ejecutivo en una esquina muy transitada. Era pequeño y estaba lleno de hombres y mujeres de corbata que comían sin saborear mientras hablaban de estadísticas y conversiones. Nos sentamos. Él enseguida pidió un “menú del día” y yo, desconfiando como me enseñó mi mamá, ordené una botella de agua con gas. No quería una amibiasis. Cuando el mesero se marchó, me dediqué a observarlo ahora, en la ventaja de la quietud.

Era un hombre de rasgos duros y parecía diseñado por un matemático de cálculos precisos. Su quijada, la distancia de sus ojos morenos y la punta cuadrada de su nariz parecían haber sido preparadas para la vida que la suerte le deparaba. Era delgado, pero sus músculos estaban bien definidos y me dio la impresión de que se podía estudiar anatomía solo con verlo. Debía tener más de sesenta años, pero solo lo delataban las arrugas de sus ojos y el plateado cabello. Entonces, me azotó. Un segundo pensamiento estúpido y banal que sería la derrota número dos para el protocolo: El estrés era una enfermedad burguesa y se mantenía tan digna y selectiva como la sociedad. No atacaba a pobres y la evidencia era clara: estaba allí, ante mis ojos, porque nunca había visto a un indigente calvo.

Mientras esperábamos la comida en silencio, yo pensaba en enfermedades históricas. Y fue ahí, en Donde Tere, que llegué a la más aterradora sentencia. Las enfermedades también son moda y, como la ropa y los zapatos, reflejan la realidad presente de la humanidad. Y vinieron a mi cabeza en un provocador y frenético remolino. La peste en el XIV que nace de la suciedad en la oscuridad de las alcantarillas – sucia y oscura, acumulaba las ratas y la enfermedad en el desagüe de las ciudades hasta que estalló en un conato de luz y de muerte. La tuberculosis en el XIX que, mientras los románticos sacaban su corazón por lengua en palabras de dolor y maravilla, hacía a los enfermos escupir el corazón por la boca hasta morir – y no hay forma igualmente bella y apropiada para la muerte de un romántico como aquella.  Dos siglos después, el cáncer. Enfermedad en que las células, como las fábricas, producen y se reproducen sin medida y en desproporción hasta deformar el ser y ahogarlo en su cuantía. La muerte por el surplus. Y, finalmente, el estrés. No más que el fiel acompañante del carcinoma. El Sancho Panza de aquel asesino Quijote del malestar.

Llegó la comida y el agua sin gas y ya estaba tan agobiada que no podía ni pensar. Entonces, su mirada se abalanzó sobre su alimento y aquí es donde me detengo porque ninguna de mis torpes letras podrá nunca abarcar la belleza y desgarradora experiencia de aquel encuentro. De ese primitivo ritual. Solo pude concluir que el que no ha conocido el hambre, tampoco ha conocido la comida de aquella prehistórica y trascendental manera.

***

Volvimos a la casa en silencio y, antes de darse la vuelta y reanudar su particular y eterno andar, me dedicó una larga mirada y sacudió suavemente su cabeza. En ese sutil movimiento vi cómo su agradecimiento era más grande a cualquier otro que hubiera conocido porque aquel pequeño gesto había abarcado la vasta inmensidad de todo un sentimiento humano.

Entré a mi casa y volví a sentarme en mi escritorio frente a la ventana. Miré hacia afuera estrenando la intensidad de la vida de aquellos que conocen lo fundamental. Me concentré en la pequeña ranura que permanecía allí, en su modesta quietud. Pensé en romper el vidrio, pero, con la misma simpleza del gesto de aquel hombre, tomé la perilla con mis pálidas manos, la giré y abrí con suavidad la ventana.

Deja un comentario