Los corrientes: MUTIS

Sentado en el sofá de la sala, la observaba desde hacía horas. Ella absorta en sus garabatos y él abstraído en sus cavilaciones. Sabía que, en ese momento, no existían para ella más que su mano, el crayón morado, que era su favorito desde hacía ya varias semanas, y la hoja de papel a punto de ceder.  En ese momento él podría irse y, mientras el crayón no se acabara, ella no se daría cuenta. Pero eso no iba a ser. Él se iría. El crayón se acabaría o el papel cedería y, cuando ella buscara un proveedor de más violeta, se daría cuenta que papá no está y pediría explicaciones.

Ana seguía en el trabajo. Tenía apenas diez o quince minutos para salir sin correr el riesgo de encontrársela <<maleta en mano>>. Llevaba meses considerando la posibilidad. Cientos de días confirmando uno tras otro que estaba allí, atrapado, viviendo la vida de alguien más. Hasta le parecía que su cuerpo no era suyo. Un torso flaco casi hasta los huesos y un par de piernas largas y flácidas que permanecían usualmente inactivas. Tenía la sensación de que debía ser otra cosa. Corpulento, obeso. Otra cosa.

Llevaba meses considerando la posibilidad y aquí seguía ahora, diez o quince minutos antes, sin poder ponerse de pie y marcharse. Tal vez era la usual inactividad de sus piernas la que lo mantenía con el culo pegado al cuero del sofá. Tal vez era la usual debilidad de su carácter o la eterna cobardía de su espíritu.

No era un mal padre. No era un mal esposo. No era un borracho. No era violento. Traía dinero a casa. Había sido infiel un par de veces, pero nunca había pasado a mayores y, aunque sabía que Ana lo sospechaba, no le había regalado la amargura de la certeza. Desayunaban en familia todos los días. Cenaban viendo televisión. A veces, incluso, mientras se metía un bocado a la boca, tenía la sensación de que su vida era buena. Y aún así, nada de esa vida  le amansaba el punzón en el estómago que sentía todas las noches cuando su mujer apagaba la luz. El que no lo dejaba respirar en el cubículo del trabajo. El que lo ahogaba hasta las lágrimas en la ducha los domingos.

Se había hecho revisar. Muchas veces. Por médicos diferentes. Cardiólogos, neurólogos, endocrinólogos, bioenergéticos, nutricionistas. Uno lo había sentado con gravedad en su oficina y le había soltado la bomba. Era epiléptico. Los resultados de su electro-encefalograma mostraban una deficiencia… Ahí fue cuando dejó de escuchar. ¿Epiléptico? ¿Cómo en el Exorcismo de Emilie Rose? Lo último que le faltaba, tener el demonio adentro. Ya era suficiente con su propia alma. Ahora el demonio.

Dos días después lo llamaron del hospital para notificarle que los resultados estaban errados. Después de que el médico hubiera diagnosticado cerca de setenta y cinco casos de epilepsia en tres días, de haber citado una junta de emergencia por un extraño caso epidémico, se dieron cuenta de que los electrodos de la máquina no funcionaban y la mandaron a reparar. Debía regresar a repetir el examen y la consulta sin costo alguno. Además, por el malestar que le podía haber causado el diagnóstico, la EPS se quería disculpar y le ofrecían una profilaxis para él y su familia… Colgó el teléfono y no volvió a pisar un hospital después de eso. Si la niña se enfermaba iba su esposa.

Fue más o menos por esa época cuando empezaron los dolores de cabeza, los deseos de salir corriendo y su repentina adicción a la pornografía. Nada de eso lo mortificó. Se acostumbró a arrugar los ojos más seguido, se quedó pegado al cuero del sofá y se compró una Playboy y una membresía a una página web.

Entonces, todo siguió como de costumbre – solo que ahora pasaba más tiempo en el sofá con una revista en la mano y una leve inflamación en la muñeca – hasta que apareció la sensación que se convertiría en su real enfermedad. Ni la epilepsia, ni su adicción trastornarían tanto su existencia como la sensación de que ella no era suya. La aterradora impresión de estar atrapado dentro de un cuerpo con vida propia al que observaba gastar sus años en gente que no amaba y cosas que no le interesaban.

Los primeros días hizo una labor de conciencia. Simplemente se sentaba – sentarse es un decir porque no era él quien controlaba su cuerpo – a ver cómo el otro besaba a su mujer, cargaba a su hija, leía el periódico… a ver cómo el otro, llevaba su vida. Fue así durante semanas. Observaba. Pensaba constantemente en la epilepsia. Tal vez debía haber ido a repetir el examen. No, no. Esto no era el demonio. El demonio era malo y esto no era nada. Esto era él. Su ser eternamente gris. Eternamente nada.

Un día dejó de observar. Ya conocía al otro. Lo conocía mejor que a sí mismo. Era predecible, autómata y correcto. Ahora quería probar, quería jugar a vivir. Y probó. No dejó que el otro cogiera la cuchara en el desayuno y, aunque se fue muerto de hambre, salió de la casa con la satisfacción de haber ganado un instante de su vida.

Fue entretenido durante un tiempo – más que entretenido, nuevo – y estuvo en esas un par de meses. Luego se aburrió, como era de esperarse. No solo no quería volver a salir de su casa con hambre, sino que, aún dejando de comer en el desayuno, leyendo las noticias que a él le interesaban en el periódico, la realidad – su realidad, su vida – seguía siendo la que el otro había escogido con años de ventaja.

Entonces entendió. Tenía que irse. Esta vida había sido escogida por otro y era responsabilidad del otro, no suya. Su trabajo no era su trabajo, su esposa no era su esposa, su hija no era su hija. De otro. Pasó meses repitiéndose esas palabras. Mirando las diferencias entre el rostro de su hija y el suyo hasta que dejaron de parecerse. Hasta que se convenció. Hasta que se sentó en el sofá de la sala y la observó durante horas. Ella absorta en sus garabatos y él abstraído en sus cavilaciones. Hasta que le quedaban cinco minutos para que se cerrara su ventana de oportunidad para no dar explicaciones egoístas y absurdas.

Tenía que hacerlo así. No era cuestión de divorciarse, ni de renunciar a su trabajo. Tenía que irse. Desaparecer y aparecer nuevo en otro lado, en otra vida. Miró el reloj, debía despegar el culo del sofá ahora o abandonarse a la existencia absoluta del otro para siempre. Estiró la mano y acarició el cabello suave y lacio de su hija que no era suya. Ella siguió rayando la hoja, indistinta a su mano. No me siente porque no estoy aquí. Así me quede, voy a estar siempre en otro lado. Despegó dificultoso el culo del sofá y sintió que le arrancaba un pedazo de piel. Tomó la maleta en su mano y abrió la puerta cauteloso.

Ahora debería mirar hacía atrás con melancolía. Como en las películas. No lo hizo. Dio un paso fuera de la casa y tomó una bocanada de aire. Este no le supo ha guardado y papel tapiz rasgado. Estaba afuera. Poseído por la ansiedad y el entusiasmo, cerró la puerta con descuido. Escuchó el crujir del crayón y la voz de la niña en la casa preguntando a su padre. Dio uno, dos, tres pasos y siguió caminando para no volver.

A papá.

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