La ventana

Lo vi pasar junto a mi ventana. Ésa que daba al mundo y me permitía verlo enajenada detrás del vidrio. Supuestamente protegida. Supuestamente impermeable. Él me permeó. Su aliento pasó por una pequeña ranura que seguramente había dejado abierta antes para que entrara un poco de aire. Para no ahogarme en el olor a esos químicos americanos que, con presumido orgullo, imitan la fragancia de las flores o las manzanas. El perfume sucio y putrefacto de su boca cortó con aguda fiereza ese sofocante y dulce aroma hasta llegar a mi nariz, quemarme las entrañas, apretarme las tripas y provocarme una intensa náusea.

Me quedé pasmada un rato largo con aquella incomodidad que sentimos los burgueses cuando dejamos una ranura de la ventana abierta y el destino, descarado, nos azota con la realidad. Él arrastraba los pies cansado en un movimiento sin esfuerzo y lleno de inercia que daba la sensación de haber comenzado milenios antes y de no tener la intención de parar. Su interminable barba plateada le daba un aire místico que contrastaba con los trapos rotos y manchados que llevaba puestos. Su piel era del dorado quemado de los nativos de esta tierra que, en tiempos de conquista, debió, con justa causa, deslumbrar a los españoles y que ahora, con agresiva pericia, era signo de indiferencia y marginación.

Y allí seguía yo, abrazada por la maldita solidaridad con la que nacemos algunos seres humanos y petrificada por la sagrada indolencia que nos impartían a todos aquellos dignos de ser enseñados lo realmente importante de la vida. Yo pasmada y él aún caminando firme, inmutable por el vasto espacio de mi ventana. Hasta que se perdió. El espacio de mi ventana no fue lo suficientemente vasto para retenerlo en él, para coartar su voluntad paciente y constante. El marco de mi ventana se acabó, mientras su viaje seguía y yo permanecía con la inquietante sensación de que mis tiquetes de avión nunca podrían acercarme a un viaje como ése.

Me puse de pie de repente y espiché mi cara contra la ventana con los ojos bien abiertos tratando de encontrarlo de nuevo. Ese cuadro me recordó los tiempos en que era niña y miraba con asombro y curiosidad cómo tres niños embarrados jugaban con monedas en la acera de la calle y desafiaban el mito de mi madre de la relación entre tocar el piso y ser manco.

Aún con la nariz desfigurada y la mirada empañada por mi aliento – que, a diferencia de aquel otro, olía a Colgate – vi cómo el último pedazo de tela de aquellos harapos se arrastraba con desgano siguiendo a su amo hasta desaparecer y se perdían para siempre. Corrí. Bajé las escaleras de la casa, abrí la puerta y corrí. Grité. Corrí y grité. ¡Oye! Los transeúntes me respondieron con una mirada confusa y despectiva. Todos menos él. Tal vez era porque no conocía a nadie en ese lugar. Tal vez iba sumido en un pensamiento profundo que hacía juego con su barba. Tal vez el hombre era sordo. O tal vez era ya demasiado ajeno a nosotros que no nos pertenecía, que ya no estaba aquí.

¡Oye! Volví a gritar un par de veces más. La última fue un llamado de auxilio tan estridente y desesperado que lo obligó a detenerse y luego a voltearse con la misma fluidez de sus demás movimientos. Me miró confundido y ajeno. Me miró y entendió que era a él a quien pedía ayuda con agobio. Me miró y esperó en silencio a que yo tomara aire y me explicara.

Ahogada, caí en cuenta: yo tampoco sabía qué hacía y mucho menos qué era lo que tenía que pasar a continuación. – No traje comida, pensé. Debe tener hambre. El hambre habría sido una buena excusa. El hambre siempre era buena excusa. No traje comida. No traje agua. No puedo acusarlo de nada. Ya con la respiración acompasada lo miré ahora yo, devolviendo la misma confusión con la que él me había observado antes. No se me ocurrió nada así que, siguiendo el tan interiorizado y absurdo protocolo extendí mi mano y le dije: – Mucho gusto, Ana, y él que, para mi sorpresa, también sabía del protocolo, la tomó con unos dedos sucios y gruesos como tubérculos – dijo: Rafael – y la sacudió en señal de saludo. Entonces, un escalofriante pensamiento me revolvió los sesos  y quebró los cimientos de mi existencia: tiene nombre.

¿Quieres comer? – dije sin meditar las consecuencias de aquellas palabras. Él sacudió suave y pausada su cabeza en señal de aprobación y enseguida comenzamos a caminar sin un rumbo determinado, con la inercia que era inherente a ese hombre y de la que yo me había contagiado.

Se hizo a una distancia prudente y caminaba disimuladamente a mi lado, así nadie podría sospechar que nos acompañábamos en aquel trayecto y, de pensar lo contrario, el protocolo seguramente los disuadiría. Andábamos en un cómodo silencio de esos que se adquieren con ciertas parejas después de muchos años de complicidad y en los que cualquier palabra sobra y estorba porque ya el alma ha dicho todo lo que vale. Y así caminamos, sin tocarnos la piel, pero rozándonos las voluntades.

Finalmente, entramos a un restaurante ejecutivo en una esquina muy transitada. Era pequeño y estaba lleno de hombres y mujeres de corbata que comían sin saborear mientras hablaban de estadísticas y conversiones. Nos sentamos. Él enseguida pidió un “menú del día” y yo, desconfiando como me enseñó mi mamá, ordené una botella de agua con gas. No quería una amibiasis. Cuando el mesero se marchó, me dediqué a observarlo ahora, en la ventaja de la quietud.

Era un hombre de rasgos duros y parecía diseñado por un matemático de cálculos precisos. Su quijada, la distancia de sus ojos morenos y la punta cuadrada de su nariz parecían haber sido preparadas para la vida que la suerte le deparaba. Era delgado, pero sus músculos estaban bien definidos y me dio la impresión de que se podía estudiar anatomía solo con verlo. Debía tener más de sesenta años, pero solo lo delataban las arrugas de sus ojos y el plateado cabello. Entonces, me azotó. Un segundo pensamiento estúpido y banal que sería la derrota número dos para el protocolo: El estrés era una enfermedad burguesa y se mantenía tan digna y selectiva como la sociedad. No atacaba a pobres y la evidencia era clara: estaba allí, ante mis ojos, porque nunca había visto a un indigente calvo.

Mientras esperábamos la comida en silencio, yo pensaba en enfermedades históricas. Y fue ahí, en Donde Tere, que llegué a la más aterradora sentencia. Las enfermedades también son moda y, como la ropa y los zapatos, reflejan la realidad presente de la humanidad. Y vinieron a mi cabeza en un provocador y frenético remolino. La peste en el XIV que nace de la suciedad en la oscuridad de las alcantarillas – sucia y oscura, acumulaba las ratas y la enfermedad en el desagüe de las ciudades hasta que estalló en un conato de luz y de muerte. La tuberculosis en el XIX que, mientras los románticos sacaban su corazón por lengua en palabras de dolor y maravilla, hacía a los enfermos escupir el corazón por la boca hasta morir – y no hay forma igualmente bella y apropiada para la muerte de un romántico como aquella.  Dos siglos después, el cáncer. Enfermedad en que las células, como las fábricas, producen y se reproducen sin medida y en desproporción hasta deformar el ser y ahogarlo en su cuantía. La muerte por el surplus. Y, finalmente, el estrés. No más que el fiel acompañante del carcinoma. El Sancho Panza de aquel asesino Quijote del malestar.

Llegó la comida y el agua sin gas y ya estaba tan agobiada que no podía ni pensar. Entonces, su mirada se abalanzó sobre su alimento y aquí es donde me detengo porque ninguna de mis torpes letras podrá nunca abarcar la belleza y desgarradora experiencia de aquel encuentro. De ese primitivo ritual. Solo pude concluir que el que no ha conocido el hambre, tampoco ha conocido la comida de aquella prehistórica y trascendental manera.

***

Volvimos a la casa en silencio y, antes de darse la vuelta y reanudar su particular y eterno andar, me dedicó una larga mirada y sacudió suavemente su cabeza. En ese sutil movimiento vi cómo su agradecimiento era más grande a cualquier otro que hubiera conocido porque aquel pequeño gesto había abarcado la vasta inmensidad de todo un sentimiento humano.

Entré a mi casa y volví a sentarme en mi escritorio frente a la ventana. Miré hacia afuera estrenando la intensidad de la vida de aquellos que conocen lo fundamental. Me concentré en la pequeña ranura que permanecía allí, en su modesta quietud. Pensé en romper el vidrio, pero, con la misma simpleza del gesto de aquel hombre, tomé la perilla con mis pálidas manos, la giré y abrí con suavidad la ventana.

Los corrientes: HEROÍNAS

Finalmente la tenían en frente y no la reconocían bajo las  yagas y los hematomas. Tal vez era porque la imagen que tanto invocaron no parecía estar en ninguno de los rincones del cuerpo de aquella Catrina, para nada poética, tirada como bulto a sus pies. Miraron más de cerca para ver si la suya – su hija, su hermana – había naufragado en el mar de ropas anchas y fétidas que llevaba puestas – si se puede decir eso – para guiarla de regreso a la orilla de su piel.

Mientras las otras arrancaban vida a un fantasma ya desconocido, ella permanecía inmóvil e inconsciente sobre las cajas de cartón reciclado y maloliente. Mientras el fantasma ya desconocido huía con fiereza de su piel y de su vida, un hilo de saliva corría por su mejilla hasta caer en un asentado charco sobre el suelo de concreto.

Aún respiraba, pero lo hacía suavecito para que el aire no alcanzara a llegarle a los pulmones y la vida se mantuviera, como hasta ese momento, indiferente y lejana a su dolor hasta que decidiera abandonarla. Había logrado permanecer así durante los últimos meses, caminando a hurtadillas en la oscuridad del túnel que la separaba del mundo. Esta vez bastó que su madre le acariciara la mano y le susurrara en el oído, para arrebatarle la muerte de los dedos y embutirle la vida por el tímpano.

El rebote de la voz en su cabeza la obligó a abrir los ojos. Miró sin detenerse y no diferenció las dos siluetas que tenía en frente de aquellas jadeantes que la habían visitado la noche anterior mientras la heroína hacía efecto en su cuerpo, así que perdió rápidamente el interés y se sumergió de nuevo en la marea para encontrar algún resto de placer en sus venas. Su mirada volvió a atravesarlo todo con pretensioso desinterés. Su madre, su hermana, los otros vivos y muertos tirados en cartones junto a ella, la rata que miraba la escena mientras masticaba un mechón de pelo, la pared sangrienta, la prostituta del cuarto de al lado, el hombre gordo bajo la prostituta, la calle solitaria y ruidosa, los niños que corrían cerca jugando con pistolas imaginarias, la mujer que era asaltada en aquel momento, el ladrón, sus amenazas, el cuchillo presionado contra el cuello de la mujer, la gota de sangre que rodaba por su clavícula hasta su pecho, el grito sordo que retumbó sobre el cartón y aterrorizó a su madre y su hermana quienes seguían ahí, atravesadas.

¿Qué será lo que siente Alicia? ¿Será que vale la pena? – preguntó la madre mientras se sentaba al borde del cartón y olvidaba la mierda que la rodeaba porque sabía que ella hacía parte de la suciedad. La hermana se quedó callada. Miraron a su alrededor con detenimiento. El lugar se les hacía familiar, no porque hubieran estado allí antes, sino por ser tan parecido a los anteriores. Todos eras iguales. Todos olían a la misma mezcla de alcíbar, aníz, vinagre, ajenjo, bálsamo y orines. Todos eran el mismo patético cuadro de  vivos, muertos, ratas, pelo, sangre, prostitutas, gordos, calles, ruido, niños, pistolas, mujeres, ladrones, amenazas, sangre de nuevo, gritos, terror. Siempre era igual y aún así siempre se las arreglaban para convencerse de que sería diferente.

Miraron el cuarto pausada y detalladamente para encontrar variaciones, para descubrir alguna señal que les asegurara que esta vez no volverían. Nada. Solo más naufragantes, todos con las mismas caras, las mismas yagas, los mismos hematomas y los mismos pozos en el brazo, mapa de los dolorosos intentos en la búsqueda de petróleo. Tantos otros iguales a la suya. Era una imagen intensamente desoladora –  todos permanecían ahí. Era una vista medianamente reconfortante – cada uno de esos cuerpos condenaba a alguien más a la búsqueda eterna y a la pérdida permanente. No estaban solas.

En ese momento entró el casero a la habitación y se puso de pie bajo el marco de la puerta que, como era de esperarse, había cedido su lugar. La madre levantó la mirada y vio los ojos penetrantes del hombre posados con descaro sobre el culo descubierto de su hija. La atacaron como osos el malestar y el pudor ya inútiles e innecesarios, pero que, invocando su instinto maternal para consolarla y engañarla, se lanzaban sobre ella y con los puños cerrados le exprimían el dolor de las tripas. En un súbito reflejo estiró un pedazo de la camiseta con facilidad y le cubrió hasta los dedos de los pies, a lo que el hombre respondió con un mohín en su rostro y un brazo estirado.

La madre se puso de pie con dificultad, mientras la hermana le servía de bastón. Sacó de una pequeña carterita café un fajo de billetes pequeños y contó, casi interminablemente, hasta cubrir la deuda de su hija y pagar su libertad. Ojalá así pudiera pagar su verdadera libertad  – pensó mientras entregaba, sin recelo, el pago de su último mes de trabajo. El hombre los recibió, los arrugó en su mano sin contarlos, se los metió en el bolsillo y, dedicándole una malévola sonrisa, abandonó la habitación.

Vamos – dijo la madre a la hermana estrechándole el hombro con suavidad. Se posaron en la posición tantas veces ensayada: la una a la cabeza y la otra a los pies. La madre la miró una vez más. Allí estaba su hija, ya no de cinco, ya no de once, ya no de quince, y aún así en sus brazos, dependiente y expuesta. Se agacharon y comenzaron a despegar la masa flácida en la que se había convertido la piel de su hija – de su hermana – de aquel pedazo de cartón que, por la costumbre y la humedad, se había adherido a ella con natural desespero. La levantaron con facilidad y notaron con dolor lo liliputiense de su peso.

Entonces escucharon las gotas de agua que comenzaron golpear el techo de zinc y miraron la lluvia por la ventana con algo de alivio. Tal vez, al salir, el agua les lavaría a ellas la esperanza y a la otra las adicciones. Así, con el último respiro de voluntad, se movieron arrastrando corticos los pies hacia la puerta y, ya cuando estaban bajo el marco de la puerta, voltearon la mirada y detallaron la habitación una última vez para reconocerla cuando regresaran.

Uno, dos, tres pasos. Estaban afuera.

Nostalgia

El agua salada se apresuraba a rozarle el cuero de los zapatos hasta volverse espuma. Estaba de pie frente al gigante por primera vez y no lograba sino permanecer así, pequeño e inmóvil, mientras la brisa le despeinaba las gruesas y abundantes canas. Dejó que la sal le invadiera los pulmones y se le escurriera lentamente a la barriga hasta que le quemó la nariz y se le aguaron los ojos. Estuvo en ésas un rato largo, dedicado a escuchar las olas que, en susurros, le contaban secretos traídos de otras costas en continentes lejanos. Escuchaba atento para reconocer los suyos. Su historia. La que había comenzado hacía ya más de tres cuartos de siglo. La misteriosa y a la vez corriente fábula de la que el agua había decidido ser tozudo testigo.

Se mantuvo con el oído atento y paciente, mientras la marea traía relatos de piratas gitanos, de náufragos japoneses, de indígenas apasionados, de viejitas supersticiosas, de hombres curiosos, de niños impertinentes y, finalmente, la de un hombre cuya historia había comenzado más de tres cuartos de siglo atrás. Entonces, prestó minuciosa atención a los detalles hasta cerciorarse de que fuese la historia adecuada y, cuando lo comprobó, se dedicó a auscultar con la misma pericia de los niños impertinentes que el mar, con sus relatos, había seducido hasta la más sombría profundidad.

Había nacido una noche en una vereda frente al río Cauca. Su madre, una campesina fuerte, saludable y de huesos grandes, tenía la costumbre de caminar al río todas las noches y sentarse en la orilla de piedras y pasto durante horas para escuchar el rumor del agua que pasaba como lluvia de fríjoles sobre concreto. Alguna vez su padre – para quien su mujer era tan misteriosa como la vida misma – la persiguió sigiloso, temiendo que los encuentros nocturnos, de los que le habían advertido los vecinos, tuvieran como objetivo regalarle algo de su sensualidad desbordante – que ni él alcanzaba a saciar – a otro hombre con hambre de sudor y de carne.

Luego de lo que le pareció una búsqueda eterna, la encontró sentada frente al cauce y se escondió entre la selva para atestiguar el momento del encuentro. Mientras esperaba, la detalló. Escudriñó cada instante de su intimidad. Escrutó cada rincón de su cuerpo. Sus caderas anchas, sus piernas carnudas, la curva picuda de sus senos, le parecieron especialmente hermosos ahí, en ese río, con la tonalidad plateada que le regalaba la luna a ciertas mujeres. Quiso abalanzarse sobre ella y hacerle el amor. Dejarle saber que la tonalidad plateada de la luna lo había cambiado a él también, le había concedido el poder de saciar su sensualidad desbordante o, más bien, de no saciarse nunca de ella. No dijo nada. No se movió. 

Siguió cavando con su mirada minuciosamente y encontró un hilo blanco en el cuerpo de su mujer que, aparecía en el regazo, le recorría la pierna derecha, bajaba por el tobillo hasta una piedra enorme y, en un zigzag de luz, caía al río para juntarse con el agua en movimiento. Miró con más detalle aún, sin entender la novedad.

Lágrimas.

Un reflejo instintivo e irracional lo movió, lo obligó a abalanzarse sobre ella y lamerlas. Pasar su lengua sobre la piel para borrar todo rastro de tristeza. La tomó sorpresivamente y ella, distinto a lo que él hubiera imaginado, lo recibió generosa y caliente como si lo hubiera estado esperando todo ese tiempo. 

Al amanecer, cuando caminaban descalzos y semidesnudos, con el vigoroso agotamiento que deja el sexo, habló por primera vez en horas para preguntarle por su llanto. Ella le contestó con una sola palabra que lo hizo enmudecer para no adentrarse en el mundo profundo y confuso al que, sabía, lo llevarían más indagaciones al respecto. Nostalgia, le dijo ella. Después de aquello, su padre no volvió a usar el término porque su significado era falto de sentido si no se refería a la relación entre el río y su mujer.

Una gaviota voló bajo y el ruidoso aleteo lo turbó. Sacudió fuerte sus brazos en el cielo para espantarla a ella y todos los sonidos que pudieran robar cualquier poco de atención a su esquivo narrador. Se acomodó los pantalones, que se le habían resbalado en el ágil movimiento  y, con un gesto suave de la mano, pidió que continuara el monólogo.

Su nacimiento tuvo lugar en la misma piedra que había sido tocada por el hilo blanco. Su madre, con la silueta deformada por una bola gigantesca en el vientre que, según las abuelas era pura barriga de niña, se había escapado de la vigilia de su matrona y se había arrastrado a su ansiado terreno.

Horas más tarde, su papá la encontró. Ella pálida e inmóvil en la orilla, su piel completamente plateada a falta del color rosáceo que da el aire en los pulmones y, junto a ella, sobre la piedra, un bebé que, para doble desconcierto de las abuelas, era niño y, a pesar del frío y la soledad, no lloraba. Ése había sido el comienzo de su vida que desde temprano prometía míticos vínculos y extravagantes sucesos y se destacó por ser todo, menos decepcionante.   

Las inundaciones y los diluvios se enfrascaron en una suerte de persecución que siempre terminaba por voltear su vida. A las primeras les debía – en breve: su primera vez con una mujer, la muerte de sus abuelos, su repentino enriquecimiento, su escalada social y su problema de vejiga. Mientras que, a los otros, los diluvios: su primera casa, el derrumbe de su mina, la muerte del resto de su familia y su reunión con la que, no mucho tiempo después, se convertiría en su esposa. 

Por esa época, los vecinos, motivados por la superstición de las abuelas, lo echaron del pueblo convencidos de que sus vidas se habían vuelto húmedas y desastrosas por su presencia.  Él aceptó irse sin dar pelea y organizó, en tan solo un par de días, su nueva vida en la ciudad junto a su mujer. Optimista, como de costumbre, pensó que tal vez las abuelas tenían razón y que en la ciudad, rodeado de tanta gente importante, el agua tendría otras vidas de las que encargarse y lo dejaría en paz.

Pero ya sabés que no fue así – susurró una corriente porteña – eso solo consiguió que los problemas fueran localizados. Las inundaciones y los diluvios generalizados fueron reemplazados por rupturas y trastoques en tuberías, goteras  y alcantarillas que aparecían sin razón aparente, en cualquier casa o apartamento escogido con la debida precaución. Su mujer, que había aprendido a amarlo con aquella vinculación sobrehumana al moho, se acostumbró a andar con botas pantaneras y paraguas dentro de la casa.

Así transcurrieron sus más de tres cuartos de siglo. Ahogados. Subacuáticos. Hasta que su esposa murió de un golpe en la cabeza cuando resbaló en la ducha, su falta de seguro – porque ya no lo aceptaban en ninguno – lo llevó a la ruina y su vejiga lo llevó al hospital. Hasta que no reconoció su rostro en el espejo y buscó reconocer su historia en el mar.

 Sentado sobre la arena, se quitó con dificultad sus zapatos demasiado elegantes para la ocasión, se puso de pie, tomó otro sorbo de brisa entre su pecho y comenzó a desvestir su delgado y huesudo cuerpo. Al terminar la metódica labor, dobló su ropa ordenadamente y la puso con mucho cuidado encima de sus zapatos abandonados en la playa. Caminó hacia las olas hasta que se abalanzaron de nuevo, esta vez sobre la punta de los dedos. Al sentir el frío se detuvo y se quedó allí un largo rato con los ojos cerrados, disfrutando cuando las olas venían y hacían juego entre sus pies, y agonizando cuando se iban y los dejaban un rato solos y aburridos.

Entonces, sin advertencia ni explicación, la agonía y la espera se hicieron largas. Las olas dejaron de venir. Apretó sus ojos para concentrarse y comprobar que la costumbre no le había arrebatado la sensibilidad al frío contacto. Nada. Pensó que ese era el indicio de que su maldición se había terminado. Ahora, después de compartir sus secretos, el agua lo abandonaba para que disfrutara de la vida corriente que nunca tuvo y tanto anheló. Y ahora él, después de pedirlo durante años – más de tres cuartos de siglo específicamente – no quería abrir los ojos para encontrar el inmenso estanque vacío. Movió los dedos como llamando la espuma. Le dolieron las tripas. Le dolió la vejiga. Ya habían pasado varios minutos y el agua seguía digna, sin acercarse. Una lágrima rodó por su mejilla. Nostalgia, pensó.

En ese momento, las sombras invadieron el interior de sus pupilas hasta llenarlas de la más cegadora oscuridad. Abrió los ojos rápidamente y la vio. Una ola inmensa, que rozaba las nubes, se abalanzaba sobre él como un día lo había hecho su padre sobre su madre. Su susurro estremecía a los árboles y sacudía los edificios de la pequeña ciudad costera. No sintió miedo. Se dejó abrazar por el mar que venía egoísta para jugar con sus dedos por la eternidad.

Y, con la más sublime concentración, escuchó atento a los océanos rugir el final de su relato.

A Alfonso y Bernardo. 

Misericordia

El sonido de las balas atravesando la carne de los vecinos se colaba por entre las goteras de zinc oxidado. Ella estaba bajo la cama con la camiseta mojada por la mezcla de babas y lágrimas que caían silenciosas por el rostro de la criatura que apretaba sobre su pecho. Hace seis meses la balacera lo hubiera asustado hasta los alaridos, pero se habían vuelto tan constantes que eran parte del repertorio nocturno junto con los grillos, la lluvia y los fantasmas. Ahora su hijo parecía haber aceptado que los hombres en su tierra no nacían ni del barro, ni de las costillas, sino de la sangre y las pasiones de otros hombres vivos y enterrados.

Ella, condenada al terror de los que aún tienen voluntad, se había abandonado a un rezo frenético tratando de arrancar con los dientes la misericordia de algún santo desocupado – que escaseaban en la región – o, en su defecto, un fantasma ávido de venganza – de los que sí sobraban. De repente, un lamento punzante como una flecha se deslizó por debajo de la puerta y se le clavó en la sien. Clotilda – pensó. Sintió pena por la mujer que, para ese momento, ya tendría los vestidos rasgados, la cara rota y las piernas abiertas. Pensá en otra cara para que no queme tanto – le había oído decir alguna vez a una vecina. Por la histeria de sus lamentos era evidente que Clotilda no había seguido el consejo. Ella, en cambio, lo había repasado muchas veces, lo iba a disfrutar. Pensaría en la cara de su esposo, la misma que un día había amanecido incrustada en una cerca. Pensaría en esa. No en la del vivo, que ya no veía con facilidad sin que apareciera la otra.

Un disparo. El esposo. Gracias a Dios no tienen hijos. Los muertos se extrañan, pero los desaparecidos se añoran y, en sus vidas, no había nada más inútil y desafortunado que la esperanza. Ella lo sabía. Lo temía. Había tenido un niño. Pronto se le acabarían los santos y los fantasmas y su hijo sería útil para la guerra. Durante el embarazo había prometido ayunos y nombres para que fuera niña. Hasta había comido pescado y chocolates a pesar de las náuseas que le producían. De haber sido niña simplemente habría debido decirle que pensara en otra cara para que no quemara tanto. Con los niños era mucho más complicado. Un día había pensado en cortarle una pierna para que no tentara al diablo, pero Marta La Lora probó con Chavito antes que ella y se lo habían matado en la cara, que para que aprendieran a respetar el trabajo de Dios y no anduviera regalando cojeras y robando reclutas. Después de eso La Marta se había muerto de horror y de culpa.

Pipí, mamá – lo escuchó decirle al oído en un susurro tan suave que le pareció romper el mudo estruendo de la guerra. Le puso la mano en la entrepierna. No estaba húmedo. ¿Qué dijo? Debe querer ir a hacer pipí. Tenía que llevarlo a la esquina de la habitación para que lo hiciera sobre el piso de tierra porque salir no era una opción, pero la guerra tampoco es excusa para que tu hijo te orine encima. Le dio un beso en la frente, lo tomó de la mano y enterró fuerte sus uñas en el barro, del que sí estaba hecho el piso de su casa, para escurrirse fuera de su escondite bajo la cama.

Sintió como su cuerpo se hizo frágil y su piel delgada en el momento en el que abandonaron el escudo de tablas y resortes. Sintió el despropósito de su voluntad. En esta parte del planeta nadie era indispensable. Todos eran daños colaterales y anónimos de palabras pronunciadas por algún hombre con nombre en una tierra lejana de máquinas y papeles. Todos eran pérdidas desafortunadas de una lucha ajena. Sintió el despropósito caer sobre su lomo cual muro de concreto y siguió arrastrándose por el suelo como roedor con sobrepeso.

Aquí – le dijo en el oído a su hijo mientras se ponía en cuclillas frente al rincón. Él la miró con sus ojos redondos como monedas y se bajó el pantalón. El chorrito empezó a correr, delgado como un hilo, por la habitación hasta salir por debajo de la puerta para mezclarse con la sangre y la arena. Ella sintió cómo se le calentaba el borde del dedo gordo del pie con el roce del líquido tibio. La guerra no es excusa para que tu hijo te orine encima. Cuando terminó, le subió los pantalones y le dijo, abandonando la cautela anterior, – Tengo hambre. Vamos por pan. Se puso de pie y caminó, blasonada del doloroso orgullo que da la humillación, en dirección al rincón opuesto que, por convenciones sociales, llamaban cocina.

Muchas veces había pensado en huir a la ciudad. En una ocasión había alcanzado a empacar sus tres vestidos en una valija, pero en la madrugada la habían atacado la fiebre y el vómito y había decidido posponer el viaje. Dos semanas más tarde el señor Gualberto le había traído razón de su prima y, parafraseando con su poesía de trovador, le había dicho que la ciudad era un puente de hierro lleno de sangre y falto de papa. Desde entonces había decidido quedarse en su casa y llamar la atención lo menos posible. Había engordado, sin embargo parecía que la muerte modificaba gustos y transformaba estéticas porque vecinas con afortunadas asimetrías no habían tenido suerte. Aún así, eso no era importante. Lo importante eran ese par de monedas que la miraban con obediencia mientras se embutía el pedazo de pan demasiado grande para sus manos y demasiado chico para su panza.

Una lágrima se resbaló deprisa por su mejilla – allí hasta las lágrimas andaban a hurtadillas. No sabía en qué momento había tomado la decisión ni cuáles habían sido los argumentos que seguramente repasó en su cabeza, pero estaba convencida de lo que iba a hacer. Le sirvió un vaso de leche y se lo dio ella para que no se regara – aunque ya eso no significara nada. Cuando terminó, puso el vaso en la ponchera, tomó a su hijo de la mano y lo arrastró suavecito hasta la cama. Al toparse con la estructura, él se agachó para volver a meterse bajo la madera, pero ella se adelantó, lo tomó de la cintura y lo sentó sobre el colchón. Luego se arrodilló con pausa frente a él, lo miró y le limpió los mocos, la leche y las babas secas que tenía entre la boca y la nariz. Le apretó duro el rostro y lo confirmó, no era el de un asesino ni tampoco el de un cobarde. Lo acostó y él se dejó zarandear con la resignación de los condenados. Parecía que su hijo siempre había tenido la facultad de entender, más allá de sus tres años, la desdichada naturaleza de sus vidas.

Ella le cantó, como le había cantado hacía unas horas, la única canción de cuna que se sabía. Los últimos versos fueron un llanto mudo que la ahogó en un penetrante espasmo. Cuando comprobó que se había dormido, se calmó y se abandonó al rezo nuevamente, esta vez en busca de Dios. No pidió por ella, ella ya estaba en el infierno y sabía que ahí se quedaba, pidió por él. Ofreció ayunos y penitencias para que se convirtiera en ángel a quienes otros arrancaran milagros con los dientes. Hizo la cruz y tomó la almohada. Las manos le temblaban. La depositó amorosamente sobre la cara de su hijo para que no se despertara sino hasta el final.

Las últimas patadas coincidieron con la del hombre que derribó la puerta. El que al entrar se detuvo en el marcó y miró el cuadro con una mueca en la cara. Para que aprenda a respetar la voluntad de Dios – dijo mientras se desabrochaba los pantalones. Ella se tiró al pie de la cama, abrió las piernas y contempló, por el hueco de la puerta, el azul pálido del amanecer que ahora hacía juego con el cuero de su hijo. El hombre la tomó por detrás y le jaló fuerte el pelo obligándola a mirar para el techo. Ella sintió su miembro duro como una daga y cerró los ojos con fuerza invocando la imagen de la cabeza rota de su esposo. Entonces, dejó de sentir las llamas y fue ella quien dibujó una mueca en su cara.

Ahora me declaro en Semana Santa.

Los corrientes: MUTIS

Sentado en el sofá de la sala, la observaba desde hacía horas. Ella absorta en sus garabatos y él abstraído en sus cavilaciones. Sabía que, en ese momento, no existían para ella más que su mano, el crayón morado, que era su favorito desde hacía ya varias semanas, y la hoja de papel a punto de ceder.  En ese momento él podría irse y, mientras el crayón no se acabara, ella no se daría cuenta. Pero eso no iba a ser. Él se iría. El crayón se acabaría o el papel cedería y, cuando ella buscara un proveedor de más violeta, se daría cuenta que papá no está y pediría explicaciones.

Ana seguía en el trabajo. Tenía apenas diez o quince minutos para salir sin correr el riesgo de encontrársela <<maleta en mano>>. Llevaba meses considerando la posibilidad. Cientos de días confirmando uno tras otro que estaba allí, atrapado, viviendo la vida de alguien más. Hasta le parecía que su cuerpo no era suyo. Un torso flaco casi hasta los huesos y un par de piernas largas y flácidas que permanecían usualmente inactivas. Tenía la sensación de que debía ser otra cosa. Corpulento, obeso. Otra cosa.

Llevaba meses considerando la posibilidad y aquí seguía ahora, diez o quince minutos antes, sin poder ponerse de pie y marcharse. Tal vez era la usual inactividad de sus piernas la que lo mantenía con el culo pegado al cuero del sofá. Tal vez era la usual debilidad de su carácter o la eterna cobardía de su espíritu.

No era un mal padre. No era un mal esposo. No era un borracho. No era violento. Traía dinero a casa. Había sido infiel un par de veces, pero nunca había pasado a mayores y, aunque sabía que Ana lo sospechaba, no le había regalado la amargura de la certeza. Desayunaban en familia todos los días. Cenaban viendo televisión. A veces, incluso, mientras se metía un bocado a la boca, tenía la sensación de que su vida era buena. Y aún así, nada de esa vida  le amansaba el punzón en el estómago que sentía todas las noches cuando su mujer apagaba la luz. El que no lo dejaba respirar en el cubículo del trabajo. El que lo ahogaba hasta las lágrimas en la ducha los domingos.

Se había hecho revisar. Muchas veces. Por médicos diferentes. Cardiólogos, neurólogos, endocrinólogos, bioenergéticos, nutricionistas. Uno lo había sentado con gravedad en su oficina y le había soltado la bomba. Era epiléptico. Los resultados de su electro-encefalograma mostraban una deficiencia… Ahí fue cuando dejó de escuchar. ¿Epiléptico? ¿Cómo en el Exorcismo de Emilie Rose? Lo último que le faltaba, tener el demonio adentro. Ya era suficiente con su propia alma. Ahora el demonio.

Dos días después lo llamaron del hospital para notificarle que los resultados estaban errados. Después de que el médico hubiera diagnosticado cerca de setenta y cinco casos de epilepsia en tres días, de haber citado una junta de emergencia por un extraño caso epidémico, se dieron cuenta de que los electrodos de la máquina no funcionaban y la mandaron a reparar. Debía regresar a repetir el examen y la consulta sin costo alguno. Además, por el malestar que le podía haber causado el diagnóstico, la EPS se quería disculpar y le ofrecían una profilaxis para él y su familia… Colgó el teléfono y no volvió a pisar un hospital después de eso. Si la niña se enfermaba iba su esposa.

Fue más o menos por esa época cuando empezaron los dolores de cabeza, los deseos de salir corriendo y su repentina adicción a la pornografía. Nada de eso lo mortificó. Se acostumbró a arrugar los ojos más seguido, se quedó pegado al cuero del sofá y se compró una Playboy y una membresía a una página web.

Entonces, todo siguió como de costumbre – solo que ahora pasaba más tiempo en el sofá con una revista en la mano y una leve inflamación en la muñeca – hasta que apareció la sensación que se convertiría en su real enfermedad. Ni la epilepsia, ni su adicción trastornarían tanto su existencia como la sensación de que ella no era suya. La aterradora impresión de estar atrapado dentro de un cuerpo con vida propia al que observaba gastar sus años en gente que no amaba y cosas que no le interesaban.

Los primeros días hizo una labor de conciencia. Simplemente se sentaba – sentarse es un decir porque no era él quien controlaba su cuerpo – a ver cómo el otro besaba a su mujer, cargaba a su hija, leía el periódico… a ver cómo el otro, llevaba su vida. Fue así durante semanas. Observaba. Pensaba constantemente en la epilepsia. Tal vez debía haber ido a repetir el examen. No, no. Esto no era el demonio. El demonio era malo y esto no era nada. Esto era él. Su ser eternamente gris. Eternamente nada.

Un día dejó de observar. Ya conocía al otro. Lo conocía mejor que a sí mismo. Era predecible, autómata y correcto. Ahora quería probar, quería jugar a vivir. Y probó. No dejó que el otro cogiera la cuchara en el desayuno y, aunque se fue muerto de hambre, salió de la casa con la satisfacción de haber ganado un instante de su vida.

Fue entretenido durante un tiempo – más que entretenido, nuevo – y estuvo en esas un par de meses. Luego se aburrió, como era de esperarse. No solo no quería volver a salir de su casa con hambre, sino que, aún dejando de comer en el desayuno, leyendo las noticias que a él le interesaban en el periódico, la realidad – su realidad, su vida – seguía siendo la que el otro había escogido con años de ventaja.

Entonces entendió. Tenía que irse. Esta vida había sido escogida por otro y era responsabilidad del otro, no suya. Su trabajo no era su trabajo, su esposa no era su esposa, su hija no era su hija. De otro. Pasó meses repitiéndose esas palabras. Mirando las diferencias entre el rostro de su hija y el suyo hasta que dejaron de parecerse. Hasta que se convenció. Hasta que se sentó en el sofá de la sala y la observó durante horas. Ella absorta en sus garabatos y él abstraído en sus cavilaciones. Hasta que le quedaban cinco minutos para que se cerrara su ventana de oportunidad para no dar explicaciones egoístas y absurdas.

Tenía que hacerlo así. No era cuestión de divorciarse, ni de renunciar a su trabajo. Tenía que irse. Desaparecer y aparecer nuevo en otro lado, en otra vida. Miró el reloj, debía despegar el culo del sofá ahora o abandonarse a la existencia absoluta del otro para siempre. Estiró la mano y acarició el cabello suave y lacio de su hija que no era suya. Ella siguió rayando la hoja, indistinta a su mano. No me siente porque no estoy aquí. Así me quede, voy a estar siempre en otro lado. Despegó dificultoso el culo del sofá y sintió que le arrancaba un pedazo de piel. Tomó la maleta en su mano y abrió la puerta cauteloso.

Ahora debería mirar hacía atrás con melancolía. Como en las películas. No lo hizo. Dio un paso fuera de la casa y tomó una bocanada de aire. Este no le supo ha guardado y papel tapiz rasgado. Estaba afuera. Poseído por la ansiedad y el entusiasmo, cerró la puerta con descuido. Escuchó el crujir del crayón y la voz de la niña en la casa preguntando a su padre. Dio uno, dos, tres pasos y siguió caminando para no volver.

A papá.

Anda

Todos estábamos vestidos de negro, como debe ser. Al frente, una caja encerrando una bola de secreciones que ya no es mi padre. Un ícono. Un símbolo de lo que fue su vida. Su cuerpo. Tengo ganas de vomitar y no es por el olor a naftalina. Al contrario, desde chica robaba los sobres de las carteras de mi mamá para untarme los dedos de polvo blanco y metérmelos por la nariz. Las náuseas que me invaden son de pensar que la vida de mi padre, juzgando por el maniquí al que le rendimos honores, debió ser fría, dura, maloliente y verdosa.

¿Cómo estás? – Me pregunta una voz que no reconozco. Giro mi rostro con lentitud para ver si tengo mejor suerte con la vista. O tal vez giro mi rostro con rapidez, no lo sé. Hay algo en el duelo que enloquece a la propiocepción. Debería escribir mi tesis sobre eso. Un análisis químico sobre la reacción de los neurotransmisores  propioceptivos al dolor indescriptible por la pérdida de un ser amado. Pero, ¿Siento un dolor indescriptible? ¿Amaba realmente a mi padre? Termino la hazaña eterna de girar el rostro y reconozco los ojos que me miran de vuelta llenos de lágrimas. Es Lucía, mi gran amiga del colegio. Tal vez ella sí amaba a mi padre. Quisiera responderle que estoy mal. Que el duelo me ha alterado la propiocepción, que no solo no entiendo de velocidades, sino que ahora tampoco sé quien soy. No puedo. Estoy bien. Estoy bien – digo en voz baja con un deje de sorpresa que no puedo ocultar.

Una mano toma la mía, trato de identificar a cuál de todos los cuerpos que me rodean pertenece y no lo logro. Me dejo llevar por la caravana que va detrás de la caja. Debería dejar de decirle la caja. Eso que va ahí es mi padre. No, eso no es mi padre, es el féretro de mi padre. Dejémoslo así. Si alguien me pregunta qué hago diré que me dejo llevar por la caravana que sigue el féretro de mi padre. Pero ya no es cierto. Ahora estoy sentada. Los demás están de pie. Se dan la bendición. Me pongo de pie, pero ya es demasiado tarde todos se han sentado y resuelvo darme la bendición con gran velocidad – o poca, no sé – y sentarme nuevamente.

Quisiera que alguien me preguntara qué es lo que hago para dar la respuesta que por fin me parece acertada. Nadie lo hace. Todos miran al cura, o a mi madre, o a la caja o a mí. Quiero que dejen de mirar. Nunca me ha gustado ser el centro de atención. Debimos hacer algo más pequeño. A mi papá tampoco le gusta ser el centro de atención. Aunque a decir verdad, no creo que nadie esté muy interesado en la caja. Siempre me ha parecido que cualquier interés que el ser humano muestre por otro es una parodia. Nadie está interesado más que en sí mismo. A quién le importa la caja de en frente – el féretro, acuérdate – a quién le interesa si mamá es demasiado vieja para volver a encontrar el amor. A quién le interesa que mi papá no pueda despertarme con un beso en la frente para ir a echar maíz a las palomas de la plaza de la esquina. A las palomas. A las palomas les va a importar cuando les duela la panza. A nadie más. Ahora sí duele. Ahora sí puedo decir que amo a mi papá y que las palomas y yo lo vamos a extrañar los domingos por la mañana. Alivio.

Todos están de pie nuevamente. Nuevamente, me pongo de pie tratando de alcanzarlos. Nuevamente es demasiado tarde, todos están sentados. Nuevamente resulto de pie sola, me echo las tres cruces a toda velocidad y me vuelvo a sentar. La próxima vez iniciaré la levantada yo. Hoy que todos me miran, me deberán seguir. Ahora todo se va a negro. ¿Me desmayé? No, he cerrado los ojos repentinamente. Maldita sea la falta de propiocepción. Me siento como un caso de Sacks. Intento abrir los ojos, me pesan los párpados. La fuerza que hago en los globos hace que bizquee. Estoy cansada. Imagino cómo me debo ver desde afuera. La cara de atolondrada que tengo no demora en asustar a mis seguidores. Pronto vendrán a decir que a la niña le ha dado una embolia. Sonrío. Estoy cansada y no debo sonreír. Si mi mamá me ve, me pellizca. Debo rendir honores a la caja. Pongo la cara sobre la madera fría frente a mí, así pensarán que lloro y no me molestarán.

Me despiertan las voces del coro. Están desafinados. Si papá fuese el de la caja, muerto o no muerto, ya se hubiera levantado para mandarlos a callar. Me pongo de pie con rapidez. Esta vez lo logro. Todos me siguen. El cura procede a dar la última oración. Pobres curas. Tantas palabras deben significar un montón de saliva y no toman agua. Pero toman vino. Éste no tomó vino. Debió hacerlo mientras dormía. Qué vergüenza, dormiste en el funeral de tu padre. Es cierto, no amas a tu padre. Que descanse en paz el alma de Julio Emilio Contreras – hay murmullos en las primeras filas de la iglesia. Los de atrás no dicen nada porque no deben saber. El cura se equivocó de nombre. No es Julio. Jorge, se llama mi papá, pero qué importa si el de la caja no es mi papá. Es la vida fría, dura, maloliente y verdosa que tuvo.

Ahora es tiempo de despedirnos – me dice al oído la cara arrugada de mi madre. Qué vieja está. No lo había notado antes. Parece que la tristeza le hubiera ablandado la piel. Seguro a ella no le afectó la propiocepción – estaba toda ahí, en los pliegues de carne. ¿Cómo era que se iba a llamar mi tesis? Algo sobre un ser amado. Algo sobre neurotransmisores.  Un análisis químico sobre la reacción de los neurotransmisores  propioceptivos al dolor indescriptible por la pérdida de un ser amado. Debería anotar. Anotas cuando llegues a casa. Duermes cuando llegues a casa. Quiero que todo acabe para anotar y dormir. Ahora estoy de pie frente a la caja. Adentro el féretro. No, definitivamente no debe ser la pérdida de un ser amado, pues yo no siento nada por la bola frente a mí. Este no es mi padre. ¿Qué es lo que se supone que uno debe hacer en estos casos? ¿Lo beso? Tener la naftalina cerca me haría bien. No, eso parece excesivo, escandaloso. Debería llorar, pero mis ojos están secos como limones puestos al sol.

Nuevamente una mano toma la mía, esta vez puedo identificar el cuerpo al que se adhiere porque es el único cerca de mí. Es Lucía otra vez. Nunca había sentido tanto amor por ella como en este momento. La veo más hermosa que nunca. Quisiera decírselo, pero mi boca parece oxidada por el desuso y no quiere abrir. Dejo que Lucía me arrastre a la plaza frente a la iglesia. Ahora se llevarán el cuerpo que representa la vida de mi padre y lo quemarán. Bien. De pronto eso haga que su vida se vea mejor. Ahora será caliente, gris y ligera. Bien. Su vida será mejor. Miro a Lucía y, ya que no puedo hablar, le sonrío, esta vez sin remordimientos. Ella me sonríe y lágrimas ruedan por sus mejillas. Ella es una mejor persona que yo. Ella debe amar a su padre.

Giro el rostro, la propiocepción ha vuelto pues la velocidad parece normal. Me dispongo a pensar en que mi tesis será mucho menos interesante de escribir ahora, pero una lluvia de granos dorados al otro lado de la plaza capta mi atención. Un hombre de la edad de mi padre lanza maíz con melancolía. Nadie está sentado a su lado. No es mi padre. No es una visión. Un ruidoso aleteo anticipa la llegada de cientos de palomas y pienso que las de mi plaza también deben estar en camino. El ruidoso aleteo cae sobre mí reemplazando el tic-tac de un reloj que me canta que mi padre a muerto y el tiempo anda. No para, no para.